Los sistemas forestales tienen la capacidad de captar el dióxido de carbono de la atmósfera gracias a la energía del sol. Las plantas transforman las moléculas inorgánicas en moléculas orgánicas que usan en la construcción de sus estructuras vitales: flores, frutos, ramas, troncos, raíces, hojas, etc.

Estos productos elaborados serán consumidos por los animales herbívoros, que los integran así en eslabones de las cadenas tróficas de los ecosistemas terrestres. En ese mismo proceso, las plantas generan un subproducto vital: el oxígeno.

Al respirar, los seres vivos emitimos CO₂ como subproducto metabólico de nuestro funcionamiento vital. Y al morirnos, nuestros cuerpos se descomponen en el suelo gracias a bacterias aeróbicas que transforman las moléculas orgánicas en CO₂ (y en otras moléculas que contienen carbono y que se incorporan a uno de los reservorios más importantes del ciclo del carbono, el suelo.

Así, los bosques retiran dióxido de carbono de la atmósfera e incorporan carbono a su biomasa. Al menos temporalmente, mientras los árboles están vivos.

Cuando un árbol se corta, y su madera es utilizada en la fabricación de muebles, elementos constructivos u otros, el carbono permanece retenido fuera de la atmósfera durante la vida útil del producto.

Por el contrario, cuando un árbol se quema en el bosque, el carbono almacenado es devuelto a la atmósfera de manera casi inmediata.

Sin embargo, no siempre hay un balance positivo entre entradas y salidas de carbono en los ecosistemas terrestres. El uso de la tierra, incluida la agricultura y los bosques, representa aproximadamente el 10 % de las emisiones globales de CO₂, y casi el 25 % de todos los gases de efecto invernadero.

El papel que desempeña el uso de la tierra, sus cambios y la selvicultura como fuente o sumidero de gases de efecto invernadero convierte al sector forestal en un actor clave con un gran potencial de mitigación.

En consecuencia, se hace indispensable conocer cuánto carbono se almacena en la vegetación, así como los flujos de este elemento que se crean desde y hacia ella.

A pesar de todo, el planteamiento general tiene sentido y es coherente con las líneas adoptadas desde Europa para seguir fomentando la reducción de emisiones en todos los sectores.

Ahora bien, no se puede caer en un triunfalismo simplista que asuma que las emisiones antropogénicas pueden ser compensadas por los sumideros forestales, desincentivando así cualquier esfuerzo por atacar la raíz del problema: el uso masivo de combustibles fósiles como fuentes de energía y el incesante cambio de uso del suelo. Todo ello reconociendo la necesidad de implementar políticas que apoyen una gestión forestal sostenible a futuro. Y por futuro hay que reconocer horizontes más allá del año 2050 que permitan articular los amplios plazos de gestión de los sistemas forestales.

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