Como ocurre durante una guerra, una pandemia obliga a aprender a convivir con la muerte, señala en un amplio artículo el periódico español “El País”.
Para muchos la enfermedad era todavía un rumor lejano, que se iba extendiendo desde el otro lado del mundo, pero que no se había convertido aún en una espeluznante realidad que iba a paralizar las vidas.
Sin embargo, a partir del 3 de marzo, empieza el conteo oficial y las cifras suben rápidamente: el número de hospitalizados, de ingresados en las UCI y de víctimas mortales irrumpen en la contidianidad y se convierten en una rutina siniestra, diaria, de números.
Las peores jornadas se vivieron entre el 30 de marzo y el 4 de abril cuando, según los recuentos oficiales, se superaron los 900 decesos diarios. Eran cifras que llegaban cuando todavía no había mascarillas disponibles, ni gel hidroalcohólico, ni respiradores suficientes, ni se conocía bien la enfermedad y todos estábamos encerrados en nuestras casas, pendientes obsesivamente de unas noticias que parecían provenir de otro tiempo, incluso de otro país.
Explica Víctor Pérez, psiquiatra del Hospital del Mar de Barcelona y presidente de la Sociedad Española de Psiquiatría Biológica, que “los primeros días nos atormentábamos por 100 fallecidos y, poco tiempo después, morían casi 1,000 personas al día y llegamos a acostumbrarnos”.
La muerte, en todas las culturas del mundo, está codificada a través de rituales más o menos complejos, en los que la sociedad se reconoce y consuela. La prohibición, por miedo al contagio, de los funerales y velatorios durante la primera ola fue, para Víctor Pérez, el error que lamenta más profundamente de aquellas primeras semanas de pandemia.
“Fue una línea roja que no debimos cruzar”, explica el psiquiatra del Hospital del Mar, sobre la prohibición de funerales y velatorios durante el estado de alarma.
Agrega que: “asustados por el contagio, por la falta de trajes de protección, el comité de crisis del hospital decidió que no se permitía algo que culturalmente es sagrado, como es el duelo y el hecho de que la familia pueda estar cerca. Es lo que más me ha quitado el sueño, a mí y a los que estábamos en ese comité.
Puntualiza que “algo no estábamos haciendo bien cuando nos saltamos una de las cosas más sagradas que tenemos en la sociedad. Ahora estamos intentando evaluar qué repercusiones tuvo en el duelo poder despedirse o no”.
Las cifras de víctimas difundidas a diario, mezcladas con la falta de duelos públicos durante meses y con la casi total ausencia de imágenes de fallecidos han producido un efecto de anestesia. Paradójicamente, la muerte ha estado más presente que nunca en los últimos tiempos y, a la vez, socialmente ausente salvo para aquellos que no la han sufrido en su primer círculo.
La pandemia, sin embargo, nos ha arrastrado a unos tiempos en los que la muerte formaba parte de la vida cotidiana: con el coronavirus irrumpió con una presencia desconocida en Occidente desde hace décadas.