Era tan seguro que hasta se podía comer. En un documental rodado en 1946 como parte de una campaña contra la malaria del Departamento Médico de Kenia —entonces colonia británica—, un entomólogo rociaba un bol de porridge con el insecticida DDT y luego lo devoraba a cucharadas para demostrar a los indígenas que no entrañaba el menor riesgo.

Pero los africanos desconfiaban, y hacían bien: utilizado por primera vez en la Segunda Guerra Mundial y después extendido y promocionado hasta la saciedad, el DDT se reveló como una lacra medioambiental gracias a la pionera del ecologismo Rachel Carson, para después descubrirse sus perjuicios a la salud.

Hoy el DDT está prohibido en muchos países, pero ni ha dejado de utilizarse ni ha desaparecido. La historia del producto que pasó de milagro a veneno es una enseñanza sobre la necesidad de vigilar el progreso para que no acabe en desastre.

Con la creencia errónea de que la poliomielitis se transmitía por los insectos, el DDT se pulverizaba por las calles con camiones, incluso sobre niños que comían tranquilamente sus bocadillos de picnic entre la niebla esparcida por los vehículos.

Este abuso se apoyaba en la idea de que el DDT era “el apocalipsis para los insectos”, pero completamente inofensivo para otros animales y para las personas.

Por el carácter hidrofóbico del compuesto, es decir: insoluble en agua, soluble en grasas, las terminaciones de las patas de los insectos, repelentes al agua, absorbían el producto a partir de los cristales depositados en las superficies.

La sustancia atacaba su sistema nervioso, paralizándolos antes de matarlos. Y así, millones de toneladas se fabricaban y dispersaban sin el menor control ni limitación, mientras en 1948 Müller recibía el premio Nobel de Fisiología o Medicina por su hallazgo, admirado y aplaudido en todo el mundo.

Sin embargo, pronto saltaron las primeras alarmas. Ya en 1945 la revista Time, que un año antes había elogiado las virtudes del DDT, insinuaba que el insecticida podía ser un arma de doble filo “que daña al mismo tiempo que ayuda”.

Tanto misterio se debía a que la ciencia del DDT ya no era secreto militar, pero apenas comenzaba a conocerse. Hasta entonces solo se sabía que, en comparación con anteriores insecticidas basados en el arsénico, no se conocían casos de envenenamiento agudo. Aquellas preocupaciones tempranas por los efectos del DDT concernían tanto a la salud humana como a su acción en la naturaleza.

El DDT se creía tan inofensivo que se llegó a arrojar desde aviones para controlar plagas de polillas y otros insectos en los bosques estadounidenses.

Los efectos nocivos del DDT sobre la salud humana comenzaron a revelarse sobre todo en el presente siglo. Los estudios han mostrado que el riesgo de cáncer de mama se multiplica por cuatro en las mujeres cuyas madres estuvieron expuestas durante la gestación.

Estudios recientes han relacionado la exposición al DDT con los trastornos del autismo, con un aumento de la obesidad y la menstruación temprana en las nietas de las mujeres expuestas, y con la reducción de la fertilidad en las mujeres.

Hoy la OMS continúa recomendando su uso para la pulverización en interiores, y países como Sudáfrica lo emplean de forma habitual. Incluso se habla de un creciente apoyo a este uso del DDT, al tratarse de un producto barato y asequible para el cual aún faltan alternativas claras, si bien también los mosquitos desarrollan resistencias con el paso del tiempo.

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