Hay dos maneras de contar esta historia. La primera describe uno de esos momentos clásicos de brillantez inventiva.
En 1948, Joseph Woodland, un estudiante de posgrado del Instituto Drexel en Filadelfia, Estados Unidos, estaba dándole vueltas a una cuestión que le había planteado un comerciante local: ¿habrá alguna manera de acelerar el pago en sus tiendas automatizando el tedioso proceso de registrar la transacción?
De acuerdo con la agencia británica BBC, Woodland era un joven inteligente. Durante la guerra había trabajado en el Proyecto Manhattan, el que desarrolló la bomba atómica. Y, al otro lado del espectro, también había diseñado un sistema mejorado para tocar música de ascensor.
En una visita a sus padres en Miami Beach, se sentó en la playa a pensar, mientras jugaba distraído con la arena, dejándola caer entre sus dedos.
Cuando su mirada se posó en los surcos y crestas que su juego había dejado en la arena, se le ocurrió algo.
Así como el código Morse usa puntos y líneas para transmitir un mensaje, se podían usar líneas delgadas y gruesas para codificar información. Una diana con rayas de cebra podía describir un producto y su precio en un código que una máquina pudiera leer.
Pero hay una segunda forma de contar la historia. Es tan importante como la primera, sólo que es mucho más seca.
En septiembre de 1969, miembros del comité de sistemas administrativos de la Asociación de Fabricantes de Productos Alimenticios se reunieron con sus equivalentes de la Asociación Nacional de Cadenas de Alimentación de Estados Unidos.
La GMA quería un código de 11 dígitos, que englobara varios tipos de etiquetas que ya estaban usando. La NAFC quería uno de 7 dígitos, que pudiera ser leído por sistemas más sencillos y baratos en la caja. No se pudieron poner de acuerdo y se fueron frustrados.
Ambas historias se hicieron realidad en junio de 1974, en la caja de pago del supermercado Marsh de la ciudad Troy en Ohio, cuando una asistente de caja de 31 años de edad llamada Sharon Buchan escaneó un paquete de goma de mascar Wrigley’s, registrando automáticamente el precio de 67 centavos de dólar.
Los amantes de la tecnología celebran con razón el momento de inspiración que tuvo Joseph Woodland cuando jugaba lánguidamente con sus dedos en la arena.
Pero el código de barras no es sólo una manera de comerciar más eficientemente; es también algo que estableció qué tipo de comercios pueden ser eficientes. Sin embargo, vale la pena recordar que esa pequeña y genial obra de ingeniería cambió la manera en la que encaja la economía mundial.